Tánger, Bangladesh, India. Lugares donde se ha denunciado que Inditex
explota a sus trabajadores, no parecen tan lejanos cuando se accede al
pequeño taller subcontratado por el imperio textil donde una docena de
mujeres ya mayores se afanan sin descanso ante sus máquinas de coser.
Pese a estar situado en la carretera de A Coruña a Santiago de
Compostela, el local es discreto. Desde el exterior, se antoja difícil
averiguar para quién trabajan estas obreras. No hay ningún cartel
comercial fuera; está a la vista de todo el mundo, pero nadie repara en
él. Algunos coches paran junto a la entrada; otros lo dejan atrás,
indiferentes.
Dentro, lo primero que llama la atención es el olor penetrante que,
en ocasiones, hace el aire casi irrespirable. Apesta a producto químico,
a los tintes industriales con los que se visten de colores las prendas
producidas por este emporio levantado casi de la nada por Amancio Ortega
–el hombre más rico de España y el tercero del mundo según la revista
Forbes, que valora su fortuna en 57.000 millones de dólares (unos 42.000
millones de euros)– y su exmujer, Rosalía Mera, fallecida el 15 de
agosto. Por los rincones del taller, cientos de prendas esperan a ser
cosidas o montadas y transportadas a la fábrica principal, en Arteixo, a
sólo diez kilómetros de A Coruña.
Las 12 costureras trabajan durante todo el día,
paran a comer y luego, diez minutos más a las 10.00 y a las 17.00 horas
para fumar o tomar un café. Estas costureras, cuya única fuente de
ventilación es la puerta entreabierta que da a la carretera, han
contribuido a que Ortega amasara su enorme riqueza. Su trabajo depende,
única y exclusivamente, de lo que les pide Zara –el buque insignia de
Inditex– pero no están en nómina de la empresa: son autónomas. La
pequeña cooperativa que han puesto en pie es una de las decenas de
empresas subcontratadas por el emporio textil, que asienta una parte de
su producción en ellas.
La apariencia y estructura de estos talleres es casi siempre la
misma. Muchos están en la carretera que conduce hasta la inhóspita Costa
da Morte, la misma vía que lleva a la sede central de Inditex. Como el
taller de la puerta entreabierta, estos locales son, prácticamente
siempre, bajos comerciales con ventilación deficiente.
Las críticas a la indiferencia de los responsables de Inditex ante
las condiciones laborales de las trabajadoras en los talleres en los que
externaliza (subcontrata) su producción, en España y sobre todo en
otros países, han adquirido tintes de horror en los últimos meses. El 27
de enero un incendio en una fábrica clandestina de Bangladesh
provocó la muerte a siete operarios. Entre las cenizas aparecieron
restos de etiquetas de marcas de Inditex (Bershka y Lefties). Aunque
poco después la empresa anunció haber roto su contrato con los
proveedores bengalíes, la polémica era ya imparable, sobre todo porque,
tres meses más tarde, el 24 de abril, otro incendio en la capital de ese
país, Dacca, acabó con la vida de 1.050 trabajadores en otra fábrica en
la que producían marcas europeas como Primark, Benetton y El Corte
Inglés.
Estas muertes, junto a las denuncias de gobiernos como los de Brasil y
Argentina contra el imperio de Amancio Ortega, han hecho que se alcen
voces que cuestionan el modelo de negocio de una empresa que, ya en los
90, apostó por deslocalizar su producción en el Magreb y en países
asiáticos.
La forma de trabajar de Inditex ya a se había ensayado en A Coruña.
Víctor la conoce bien. Siguiendo la estela familiar, este coruñés de
mediana edad, tuvo una empresa de confección que trabajaba para la
compañía de Ortega. Él tenía un taller y su madre otro, aunque les
prohibían intercambiar trabajo. Hace seis años tuvo que dejarlo. No
podía más.
“Los talleres”, recuerda Víctor, “no tienen ningún tipo de acuerdo ni
contrato con la empresa. Ellos te van mandado trabajo sobre pedido y tú
se lo haces. Pero sin un día deciden que no les sirves, te bajan la
carga de trabajo y tienes que cerrar”.
A finales de los 90, en los alrededores de A Coruña había más de 30
talleres trabajando para Inditex. El negocio era sencillo: alguien
compraba unas máquinas, alquilaba un bajo comercial, montaba una
sociedad limitada y contrataba a veinte personas, normalmente mujeres de
mediana edad. Sin rastro de medidas de seguridad ni, en muchas
ocasiones, derechos laborales. Se trataba de locales sin ventanas ni
calefacción. En algunos casos eran garajes o la propia casa. Cualquier
lugar era adecuado para atender a la demanda de producción de esa
multinacional que estaba naciendo.
La exigencia de exclusividad
La persona encargada del taller, que a la vez trabajaba en él, se hacía
cargo de los gastos de personal y de la maquinaria. Inditex, que les
exigía exclusividad, les iba proporcionando trabajo y ellas se
encargaban de confeccionar las prendas a cambio de un dinero pactado,
generalmente por debajo del precio de mercado.
Una fuente conocedora del sector, que prefiere mantener el anonimato,
confirma que “una prenda que se haga para cualquier otra empresa se
paga un 50% más cara que las de Inditex, tranquilamente”.
Ahí nacía la explotación. Víctor lo confiesa: “En ocasiones, los
horarios eran de 8 de la mañana a 8 de la tarde, con media hora para
comer y sin cobrar horas extras, por supuesto. Si venía más carga de
trabajo tenías que aprovecharla”. Del mes de vacaciones mejor olvidarse
ya que el emporio textil exige producción durante todo el año, así que
la mayoría de los pequeños talleres repartían unos quince días de
vacaciones en los 12 meses.
Inditex no controlaba, y tampoco lo hace ahora a juzgar por las
declaraciones recogidas en este reportaje, esas condiciones laborales.
“Sólo les preocupa la calidad del producto y que se haga todo con
rapidez. Además, como te quieran putear, te putean e incluso te pueden
obligar a cerrar el taller, dejando a los trabajadores en la calle”,
asegura.
Eso fue lo que sucedió con la deslocalización de la producción a otros
países. Víctor pone como ejemplo Tánger, en Marruecos. “Allí, mi hermana
está trabajando en control de calidad de fábricas que trabajan para
ellos y las condiciones que ve no se permitirían aquí”. Para él, “no
deberían dejar que ese trabajo llegase a España” porque es fruto de la
explotación.
Las responsables de los talleres subcontratados se quejan de que son
ellas las que deben asumir todos los riesgos. Para empezar la inversión
inicial que, para un taller de veinte costureras, ronda los 70.000
euros.
“Para ellos [Inditex] es muy cómodo. Trabajan sin stock y según pedido,
además de con prisas y exigencias. En cambio somos nosotras las que
asumimos el riesgo de contratar a gente, de hacer horas, de
comprometernos que el trabajo llega a tiempo. Vivimos en tensión. Si no
cumplimos, nos bajan la carga de trabajo y tenemos que cerrar”, asegura
una de ellas que no se atreve a dar su nombre.
Víctor lo corrobora: “Lo tienen muy fácil. Castigan a alguien y le
obligan a cerrar. Te pueden echar para atrás prendas, pedirte muestras,
darte menos trabajo… pero tú sigues con la misma plantilla y además
trabajas sólo para ellos, con lo cual se acumulan las pérdidas y como no
tienes solvencia económica, debes cerrar a los cuatro o cinco meses”.
Mientras tanto, ellos “tienen cero riesgos, se llevan la producción
fuera tranquilamente y sin pagar nada a nadie. Es un modelo cojonudo
para hacer dinero”, sentencia.
Este modelo de negocio, el “modelo Inditex”, trasplantado a países
como Marruecos, es el que denuncia el partido SAIN (Solidaridad y
Autogestión Internacionalista), ocupado en sensibilizar sobre el uso de
niños en la confección de productos textiles.
Uno de sus miembros, Moisés Mato, apunta directamente a Amancio
Ortega, el fundador de la multinacional, al acusarle de “haber creado un
método de trabajo que, aunque no es exclusivo de Zara, sí ha ido más
allá al revolucionar el ritmo de trabajo. La empresa llega a inaugurar
una tienda al día, y esto es gracias a ese sistema de externalización
tremendamente flexible y preciso que recae sobre las espaldas de los
trabajadores y trabajadoras en forma de más esclavitud”.
En mayo del año pasado el canal público francés France 2, emitió un
documental sobre el trabajo infantil en el que destapaba como, en la
India, niños trabajan en condiciones inhumanas para diferentes empresas,
entre ellas Inditex.
Unos meses antes, la ong Setem publicó su informe La moda española en
Tánger: trabajo y supervivencia de las obreras de la confección, donde
denunciaba que las trabajadoras de talleres que producían para Inditex
acumulaban hasta 65 horas a la semana ante una máquina de coser. Algunas
no cobraban ni siquiera el salario mínimo marroquí: 178,72 euros
mensuales. El objetivo, una vez más, era el de hacer frente a esa
desmesurada demanda de producción que la empresa por sí misma no puede o
no quiere cubrir. Y eso que la sede central de la compañía, en Arteixo,
ocupa 600.000 metros cuadrados. En ella trabajan 3.500 personas en
fábricas que son como pequeñas ciudades. Los trabajadores llegan en
autobuses y pasan allí sus ocho horas. Tienen comedor y lugares para
pasear. Para llegar hasta allí, ningún cartel. Nada que anuncie que en
ese polígono está el corazón de la empresa que el año pasado facturó más
de 15.000 millones de euros. En la puerta del complejo un pequeño
cartel reza ”Inditex”.
La compañía niega las acusaciones de indiferencia ante las
condiciones de los trabajadores que subcontrata y asegura que desde el
año 2001 dispone de “un código ético que prohíbe explícitamente
prácticas como el trabajo forzado o de menores”. Además, defiende que
“sólo en los dos últimos años se han realizado casi 6.000 auditorías en
fabricantes y proveedores del Grupo”.
Los responsables de los talleres coruñeses niegan estas auditorias.
“A ellos sólo les interesa la calidad, lo demás les da igual”. Pero
desde el gabinete de comunicación de Inditex se insiste en que sus 1.434
proveedores “deben cumplir estándares mínimos de comportamiento ético
basados en el respeto a los derechos humanos y laborales”.
“Reputación y liderazgo”
Inditex recuerda que la empresa ha firmado numerosos acuerdos sobre
seguridad laboral, entre ellos uno este mismo año, el Acuerdo sobre
Seguridad y Contra Incendios para mejorar “las condiciones de salud y
seguridad en la industria textil de Bangladesh”. El portavoz de la
compañía también resalta que es “la empresa con una mejor reputación,
liderazgo y que muestra una mayor responsabilidad social corporativa”.
La multinacional tiene, en la actualidad, 120.314 empleados en todo
el mundo (30.000 más que hace cinco años), un tercio de ellos en España.
Todas las marcas del grupo (Zara, Massimo Dutti, Stradivarius, Bershka,
entre otras) se distribuyen en 6.009 tiendas, 482 más que hace un año.
Su fundador, Amancio Ortega, es cada vez más rico y dispone del 60%
de las acciones de la compañía. Hablar de Amancio Ortega o Rosalía Mera
en A Coruña es casi un tabú. Los tentáculos del conglomerado de sus
empresas llegan a casi todos los ámbitos de la sociedad. Quien no
trabaja para ellos, conoce a alguien que sí lo hace, directa o
indirectamente.
Nadie quiere hablar con la excusa de que Inditex “da trabajo a la
gente”. Y eso pese a que cada día cierran más talleres subcontratados, o
precisamente por eso. Producir para el imperio textil sigue siendo
rentable, así se entiende que “cada Navidad, muchos encargados llevan
regalos a los jefes de Arteixo, para que les den buen trabajo”, comenta
un exresponsable de un taller. Por la ciudad circulan varios mitos
halagadores sobre Ortega. El más extendido es el que asegura que cada
día come con sus trabajadores en Arteixo. La anécdota se completa con
un: “¡Es que es muy campechano, muy sencillo!”.
A su exmujer, Rosalía Mera, le llovían también las alabanzas. A su
entierro acudieron representantes de la sociedad civil y política
coruñesa, el presidente de la Xunta de Galicia, Núñez Feijóo incluido.
El poder de Amancio Ortega se ve reflejado en los medios de
comunicación a los que Inditex deja mucho dinero en publicidad. Un
ejemplo revelador: en marzo de este año periodistas de France 2
interrogaron en una rueda de prensa al director de la compañía, Pablo
Isla, sobre las acusaciones de explotación infantil. Las preguntas
indignaron al presidente. Al día siguiente el titular más repetido por
la prensa española fue: “La televisión pública francesa intenta
boicotear los resultados de Inditex”.
A ese miedo que llega a todos los ámbitos tampoco son ajenos los
trabajadores. María (nombre ficticio) que trabaja en uno de los talleres
que producen para Inditex sólo contesta a través del teléfono y de
forma indirecta. Evidentemente, pide que no se publique su nombre real
“para evitar problemas”. Cuando se le pregunta por la seguridad laboral
se hace el silencio. En ese momento, se acaba la entrevista.
Su caso es paradigmático del oscurantismo que rodea a Inditex. Los
talleres subcontratados están a la vista de todos, pero nadie habla de
sus condiciones de trabajo. En Galicia se impone el silencio sobre
Amancio Ortega y el imperio del hombre más rico de España. Es el modelo
Inditex.
Fte: Revista La marea
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